Antonio ORTIZ
Antonio Ortiz
El 24 de julio de 1936, aplastada la intentona fascista en Cataluña, las fuerzas del pueblo y sobre todo la CNT y la FAl se aprestan para acudir en ayuda de Aragón. Cuando en el Paseo de Gracia se concentraban los milicianos para salir en dirección a Zaragoza por carretera, a las órdenes de Durruti y Pérez Farrás, no tenía ni la más remota idea de que me iban a designar como jefe de la Segunda Columna, que seguiría el mismo camino, pero por la línea del ferrocarril. En una reunión de nuestro grupo, habíamos acordado que yo iría como secretario de Durruti, pero en una de las decisiones del Comité de Milicias, máxima autoridad revolucionaria y militar en aquellos momentos, se vio la necesidad de ampliar la ofensiva con una variante estratégica adicional. Fue García Oliver el que se acordó de mí para designarme jefe de esa columna y así poner en manos de la FAl y de la CNT un puesto más de responsabilidad y dirección en la lucha revolucionaria. A pesar de mis protestas, tuve que aceptar el «Tú, Jefe» y empezar los preparativos para la marcha de la Segunda Columna.
Salimos de Barcelona unos 800 hombres en un tren que se había organizado en la estación de MZA y aún me veo recorriendo los vagones en busca de caras conocidas sin encontrar ninguna a pesar de conocer a mucha gente entre los medios confederales. Todos se habían ido con Durruti, incluso el mismo Joaquín Ascaso, al que debía recoger después en Bujaraloz, tirado en la carretera a consecuencia de un vuelco del automóvil en el que iba y con el que, más tarde y al correr de la lucha, iba a quedar unido mi nombre y mi persona: Ortiz-Ascaso. Tal vez esto influyera grandemente en la orientación que se le dio a la columna. No puedo quejarme de la colaboración que encontré en personas de distinta formación y ajenas por completo a la Confederación, como el doctor Roig, un médico de Reus, de la Esquerra, y que más tarde fue el jefe y organizador de sanidad; el comandante Saavedra, militar profesional y muy militar por cierto, con gran personalidad democrática y humana y cuyos consejos y conocimientos influyeron mucho en mi actuación como militar de ocasión; los dos capitanes García Miranda, el bueno y el malo –según le decían sus amigos profesionales–; el capitán Navarro, un andaluz exuberante, valiente y ladino, aunque había que pincharle para que despertara… y otros muchos.
Pero la realidad cruda en aquellos momentos en que sobre mi cabeza había caído el «Tú, Jefe» como un sombrero demasiado ancho, era que yo sólo podía reposar mi «autoridad» en un pequeño grupo de amigos, el sargento de artillería Valeriano Gordo, a quien conocía de antes del 19 de julio por estar en contacto conspirativo con él y que fue el único que salió de Atarazanas y se «sublevó» contra los militares el 19 de julio, junto con cuatro o cinco soldados que le acompañaron en su acción en ese día y continuaron con él. Más tarde vendría a sumarse a nosotros otro sargento de artillería,Terrer, quien estando de servicio en Mataró, también mantenía relaciones con nosotros y que el 19 de julio estuvo al lado de Gordo, aún antes de que éste saliera de Atarazanas, siendo herido en la calle San Pablo, frente al Pay-Pay, en la lucha para tomar la famosa Brecha de San Pablo.
Permítaseme esta pequeña digresión, muy natural por cierto, si se tiene en cuenta que se recuerdan los años mozos y las grandes ilusiones y que, al mismo tiempo, este recordatorio no es más que una pequeña reparación a aquellos que lucharon por una sociedad mejor. La segunda columna llegó a Caspe cuando el pueblo ya había sido liberado por los grupos volantes «de impacientes» y por las milicias que habían salido de Lérida con el capitán Zamora. Y es desde este momento que podemos empezar a hablar de colectividades, aunque tendremos que volver más de una vez a hablar de milicias, ya que ambas cosas andan estrechamente unidas en los primeros meses de la revolución. Y hablo de revolución y no de guerra, ya que esta última llegó después.
No todos los aragoneses habían sido sorprendidos en Aragón. El bajo Aragón, Valderrobles, Alcoriza, estaba en manos del pueblo, que en aquellos momentos equivalía a decir de la CNT. Maella, a la orilla del Ebro y al sur de Caspe, estaba libre. Alcañiz se había liberado por su propio esfuerzo y, más adentro, en la zona de Muniesa, Moneva y hasta Utrillas, grupos de confederales, en unión de algunos guardias civiles, peleaban por la libertad contra los facciosos. Es justamente en esa zona, hasta Fuentetodos, la tierra de Goya, donde más tarde se concentrarán los militantes de Aragón en sus milicias de fisonomía propia y netamente aragonesas. Es allí, más que en otra parte, que Aragón toma conciencia de la lucha y parte en ella como pueblo y como expresión de sentimiento confederal y colectivista. Es allí donde se encuentran de nuevo los aragoneses y también algunos catalanes fronterizos del bajo Aragón –me refiero a la comarca de Amposta–. Allí está Carod, Batista, Ramiro, el viejo Continente, Sabater de Amposta, Castán, Cucalón, Caballero y otros muchos más. Y es tal vez por eso, por haberse encontrado sin caras conocidas el «Jefe» de la Segunda Columna, que Aragón tomó su fisonomía propia y llegó a constituir el Consejo de Aragón.
Entremos ahora en la cuestión de las colectividades. Maella fue una de las primeras en constituirse libremente en colectividad. Valderrobles y Alcoriza también siguieron ese camino. Pero las condiciones del campo y las formas de cultivo y explotación, produjeron ciertos choques y roces entre los milicianos, que imponían la colectividad, y los campesinos de ciertas localidades. Una gran parte de las tierras laboradas alrededor de la Puebla de Híjar y comarcas adyacentes, se dedicaba al cultivo de la remolacha azucarera. Su centro comercial y financiero estaba representado por la fábrica de azúcar de la Puebla de Híjar y, por lo mismo, en manos de la compañía que la explotaba. Los lazos que unían la fábrica con sus dueños anónimos –compañía por acciones– quedaron rotos por la división de las zonas de combate. Los obreros incautaron la fábrica y la convirtieron en fábrica colectivizada, pero particular de los obreros, es decir que simplemente la fábrica cambió de propietarios y pasó de los accionistas a los obreros. Aquí empieza la primera intervención directa de la «autoridad revolucionaria», en este caso representada por el «jefe» de la Segunda Columna. Una orden tajante y terminante: «No se expedirá, venderá o comerciará ni un solo saco de azúcar sin una autorización firmada de mi puño y letra». Ideológicamente, este es el primer conflicto moral en que se encuentra un anarcosindicalista, al oponer su voluntad frente a una decisión de los obreros tomada por mayoría democrática, que con esa colectivización no hacen más que ponen en práctica las propias doctrinas del anarcosindicalismo.
Las milicias habían llegado hasta las puertas de Belchite y Quinto, hasta Herrera y más allá de Muniesa, profundizaban bordeando Belchite por Lécera y Azuara hasta Fuentetodos y, por extensión del frente y falta de reserva de armas, se estabilizaban al máximo de la elasticidad y fuera de todos los cánones permitidos por la ciencia militar. Así empezó el fervor revolucionario, un tanto ingenuo en sus comienzos, a querer poner en práctica el comunismo libertario. Son milicianos los que apoyan a los militantes aragoneses a «implantar las colectividades» –y remárquese que digo implantar–, nuevo conflicto moral entre la Idea y las realizaciones, ya que anárquicamente, no puede implantarse el comunismo libertario, debe hacerse por libre voluntad, asociación y entre hombres libres de toda coacción. Sin embargo, el mismo auge que adquirieron las colectividades, la nueva etapa de convivencia social que ellas organizaron, el mejoramiento económico que lograron y el optimismo y la fuerza moral que dieron al pueblo, demuestran claramente que la «autoridad impositiva» o «régimen de dictadura proletaria» no es forzosamente necesario.
Un conflicto grave se presentó en la Puebla de Híjar. Los pequeños propietarios se mostraban reacios a la «implantación» de la colectividad. Los compañeros del lugar y algunos milicianos vinieron a verme y me hablaron de la necesidad de fusilar a «todos esos fascistas». Procuré calmarles y les hice ver lo exaltado de su apreciación. Tal vez ellos no habían sabido explicar las ventajas que esa nueva forma de explotación de la tierra podía proporcionarles. Les recordé que el dinero no tenía circulación en Aragón y que todos vivían un poco de las reservas del año anterior, pero que, forzosamente, había que volver al trabajo, y al trabajo organizado. Les pedí que convocasen a los campesinos a una reunión pública en la plaza del pueblo y que yo iría a hablar de todas estas cosas y de otras más.
El sol pegaba fuerte y la plaza estaba llena a rebosar. Hombres enjutos, blusas negras y fuertes cayados en las manos callosas, ojos profundos y recelosos que escondían la desconfianza en lo que se les iba a decir, temiendo siempre la expoliación de los de arriba y, en aquellos momentos, yo era el «jefazo» de los de arriba, de los que tienen los fusiles y hablan bronco demasiado a menudo. No faltaban las mujeres, sayas y justillos negros y negros pañuelos a la cabeza, según la costumbre. Pocas notas de color en los vestidos. La garganta se me oprimía y busqué sentirme bien conmigo mismo, ante tanto negro color que representa el dolor y la resignación de una España laboriosa. Las mujeres estaban estáticas, detrás de sus hombres, pero al lado, como aprestándose a defenderlos del peligro que creían representado en mí. No sé lo que dije. Sólo sé que hablé y hablé durante cerca de dos horas y que, a medida que hablaba, tomaba confianza viendo cómo las caras se iban distendiendo, cómo las miradas ya no expresaban recelo y dándome cuenta de su aprobación de lo que yo les expresaba y que eran sus íntimos deseos y anhelos. Para terminar, les pedí que se reunieran libremente y sin ningún miliciano entre ellos. Que designaran una comisión entre los más destacados y merecedores de su confianza y que esta comisión viniera a verme a Caspe para trazar las líneas de trabajo de la colectividad, ya que tratándose de su tierra y de su trabajo, a ellos competía el encontrar la mejor fórmula de organización. Al día siguiente se presentó en Caspe la comisión nombrada por los campesinos. Venían solamente dos de los colectivistas. Las caras mostraban más confianza, ya no venían a ver al «jefe», sino al compañero. Hablaron entre ellos nuevamente de tierras, lindes, formas de sembrar y cuidar y convenían todos en las ventajas que para la producción y mayor cosecha representaría el unir ciertos campos que estaban separados por el linde de la propiedad particular. Yo me limitaba a escuchar, pues poco era lo que yo conocía de las labores del campo. Cuando vi que ya estaban de acuerdo en las líneas generales del trabajo en colectividad, les fui preguntando uno a uno la remolacha que recogía, los animales que empleaba, los jornales invertidos en la zafra, etc., y el resultado anual de sus ganancias. Volví entonces a exponerles las ventajas del trabajo mancomunado, tanto en su rendimiento como en la defensa del mismo, y esto les recordó una huelga que los patronos se vieron obligados a hacer para defender los precios frente a la azucarera.
—Bueno, ya estamos de acuerdo y vamos a la comunidad —dijo el que parecía tener más autoridad entre ellos—, pero ahora, ¿cómo va a ser lo del trabajo y lo de la cosecha?
—Como antes —respondí—. Vosotros sembráis y recogéis, el producto se lleva a la fábrica y la fábrica, que va a convertirse en la central de todas las colectividades remolacheras, será la que pagará por vuestra cosecha.
El principio de organización, de una federación de colectividades, teniendo como nexo de relación la fábrica de azúcar de la Puebla de Híjar, ya estaba en embrión. El tiempo nos daría sus resultados.
Este fue el primer mes de lucha. Es decir, casi en el mismo día del comienzo. Por cierto, hubo un nuevo detalle de orden militar en estos días y que, posiblemente, también influyó en la posterior situación colectivista de esa zona. A raíz de un ataque que efectuamos a Belchite, en coordinación con las milicias que habían salido de Tarragona y que operaban desde Lécera –la Segunda Columna operaba desde Azaila y Vinaceite– no se consiguió un mejor resultado en la operación por haberse dado orden de retirada a las fuerzas de Lécera. Estas milicias, junto con algunos soldados del regimiento de Tarragona, estaban al mando de un viejo coronel, buena persona y entendido por cierto, pero quien mandaba en realidad era la coronela: una gallega exuberante en sus atributos femeninos que se le había pegado en aquellos días y que lo llevaba de cabeza. Esto ocurría a mediados de agosto. Bajé a Barcelona y expuse la situación en el Comité de Milicias Antifascistas, y la necesidad de coordinar los esfuerzos, centralizando la dirección de las fuerzas en los sectores. Nuevo conflicto moral entre la acción individual y el centralismo. Pero no era cosa de discursos sino de cañonazos.
Volví de Barcelona para Caspe con un oficio y un nombramiento. Varias veces lo releí en el camino y cada vez que lo hacía no podía por menos que echarme a reír a carcajadas. La cosa no era para menos tratándose de un faista. El oficio de marras, después de algunos considerandos, decía así: «Queda nombrado el compañero Antonio Ortiz, Jefe absoluto de las Columnas Sur del Ebro». Y lo de «Jefe absoluto» me producía hilaridad, por el mismo contrasentido que representaba en nuestro concepto de revolución. Fui a ver al coronel para informarle de la decisión del Comité de Milicias. La entrevista fue muy cordial y el buen hombre me agradeció el que lo sacara de aquel lío en el que se encontraba sin haberlo buscado. Desde entonces, la Segunda Columna se llamó Columnas Sur del Ebro hasta la organización en divisiones.
Me interesa remarcar dos detalles que revisten importancia hoy, por lo que en aquel momento representaban. En todas las órdenes o papeles que firmé, siendo Segunda Columna, lo hice como «el delegado de». Seguí esta misma norma al ser nombrado jefe de las Columnas Sur del Ebro. Y si alguna vez, en algún vehículo de la columna veía escrito «Columna Ortiz», lo hacia borrar inmediatamente. Este detalle puede dar idea del espíritu colectivista que nos animaba. No era el nombre de un hombre lo que contaba, era la fuerza colectiva lo que valía. Pero volvamos a las colectividades. Un nuevo conflicto, y esta vez entre colectivistas de varios pueblos lindantes. Albalate del Arzobispo, que cambió su nombre por Albalate el Luchador, había formado su colectividad. Era el pueblo cabeza de partido y, por tanto, el más importante de aquella comarca. La disputa era por una cuestión de propiedad colectiva en discusión. Llamé al comité de Albalate para zanjar el asunto. Se trataba de un depósito de gasolina que la CAMSA tenía establecido allí para el consumo de la región y de la fábrica de electricidad situada en Albalate, y que servía a Oliete, Andorra, Mas de las Matas y otros pueblos de los alrededores. Los de Albalate pretendían que estas cosas que estaban dentro de su pueblo pertenecían a «su común» y que, por lo tanto, tenían derecho a cobrar por estos servicios. Aquí la resolución «ejecutiva» por mi parte tuvo dos aspectos. En uno de ellos volvía a ponerse en conflicto el principio moral de las ideas y las necesidades de la lucha. El depósito de gasolina me pertenecía por razones de guerra. Albalate tenía la responsabilidad de su funcionamiento, y los demás usufructuarios debían pagar la parte del consumo que les correspondiera. Los beneficios que se obtuvieran por esos conceptos, debían servir para mejorar y ampliar los servicios de la fábrica y de la red de alumbrado. No fue preciso intervenir más en esta cuestión. Los pueblos beneficiarios de la fábrica nombraron una comisión administrativa y se dejó su dirección técnica y de sus servicios a los obreros. Meses más tarde, la fábrica de electricidad de Albalate había mejorado notablemente su instalación y extendido la red de alumbrado a otros pueblos y caseríos de los alrededores. Ese es otro de los hechos que demuestran las posibilidades de la iniciativa individual, cuando no se le ponen cortapisas.
Es preciso volver de nuevo a la fábrica de azúcar de la Puebla de Híjar, ya que esta es, por así decirlo, la base económica del desarrollo posterior de las colectividades. Después de la intervención, que, una vez explicada a los obreros, fue bien comprendida y apoyada, nombré un contador delegado para llevar su contabilidad y fiscalización comercial. Era un joven catalán llamado Puigvert, de Esquerra o de Estat Català, no recuerdo bien y que desempeñó su cometido con todo afecto y entusiasmo. Más tarde, éste tendría que servir de mucho, como explicaremos. En cualquier planificación que se haga, y una vez elaborado el plan de trabajo, se piensa en el presupuesto necesario para llevar adelante lo planeado. Los economistas, como los abogados, embrollan estos aspectos con los tantos por ciento, los intereses simples y compuestos y un sin fin de cosas más que colocan los problemas fuera del alcance de entendimiento de los profanos. En realidad, todo problema económico; sea de una colectividad o de una nación, tiene la misma solución que en una familia. Ninguna buena ama de casa gasta más de las rentas que entran en la casa y, si por desgracia, a causa de una enfermedad, tiene que endeudarse confía en superar ese apuro con el trabajo posterior de la familia y las restricciones necesarias hasta salir de la deuda. Es decir, que todo lo basa en el trabajo y la buena administración de la familia. Si partimos de la base, de que el capital en dinero o en productos, es solamente trabajo realizado anteriormente y acumulado por el ahorro o el excedente del mismo, nos encontramos en el punto de partida para cualquier empresa, aunque no haya sido planificada de antemano, máxime si a esta base se le añade el ánimo suficiente para el trabajo futuro y la decisión de conseguirlo, pese a las restricciones económicas. Este era el punto de partida en que se encontraban los campesinos de Aragón al empezar su estructuración colectivista. La mayoría de los grandes propietarios y los capitalistas de la zona habían emigrado a la zona rebelde. Los capitales en billetes se encontraban en los bancos de Zaragoza. Como detalle diremos que en el banco de Caspe se encontraron sólo 12.000 pesetas en su caja. Así había que empezar y así empezaron. Tenían tierras, brazos y reservas de la cosecha anterior, ¡para qué más!
A pesar de las circunstancias que algunas veces nos obligaban a intervenir en la estructuración económica y política que se estaba creando, se procuró en todo lo posible dejar a los campesinos con las manos libres para organizar su economía y sus formas de trabajo. Y si alguna vez el «jefe» se veía obligado a imponer su «autoridad» se hacia únicamente en aquellas cosas que representaban la defensa misma de los campesinos y de las colectividades. Se trabajaba a marchas forzadas y con eficacia. Se resolvió rápidamente el problema de los grupos «independientes» causantes de zozobra y alteración de la vida campesina y se empleó la mano dura en ese conflicto. Se reorganizó el Comité Regional de Aragón, La Rioja y Navarra de la CNT y el mayor de los Muñoz fue su secretario. Se reencontraron por allí Ucedo, Chueca, Luis Montoliu y muchos más. llegaban los evadidos de Zaragoza y entre ellos Antonio Ejarque, quien más tarde sería designado comisario de la 25 División, y no porque se llamase Ejarque ni porque coincidiese con sus puntos de vista, sino porque se trataba de un militante confederal aragonés y se seguía con la misma pauta del comienzo: dar protagonismo a los aragoneses e interesarlos en la continuación de la guerra.
Las colectividades estaban en pleno apogeo de organización, pero se acercaba la época de la siembra y faltaban abonos orgánicos para la tierra. De nuevo vuelve a surgir el conflicto de orden moral entre la individualidad y el «jefe» y, en este caso, no representaba más que la imposición de una autoridad que velaba por los intereses individuales de cada colectividad. El ministro de Comercio del Gobierno de la República me escribió para preguntarme si teníamos azúcar en Aragón y si le podía vender unos vagones de ella. Contesté inmediatamente ofreciéndole el número de vagones que deseaba y al precio normal del mercado, siempre que se pagase por adelantado, depositando la cantidad a que ascendía su importe a mi nombre en el Banco de España en Barcelona y en una banca de Lérida. El importe global de la operación ascendía a unas 400.000 pesetas. Parecerá paradójica esta situación. Era, sin pensarlo mucho, la descentralización y el federalismo, así como la revolución y, sin embargo, no pretendía erigirme en dueño de esa cantidad de dinero ni atribuirme una autoridad que no tenía. Sencillamente me convertí en banquero y administrador de facto de los campesinos de la zona. A pesar de encontrarnos en plena revolución, no había que olvidar las normas jurídicas pertinentes para evitar torcidas interpretaciones. Al mismo tiempo que le escribí al ministro lo hice al jefe del Gobierno de la Generalitat y al secretario de la CNT de Cataluña. En la dualidad de funciones, yo me curaba en salud.
Esto ocurrió a últimos de agosto o primeros de septiembre de 1936. No se habían «impuesto» las colectividades en forma autoritaria, la colectivización se había efectuado con las normas de «autoridad» municipal, natural si se tiene en cuenta el estallido revolucionario y que los «desafectos», en su mayoría, habían tomado las armas –o el camino– al lado de los militares facciosos. La primera fase de esa etapa, «la incautación» por el comité local de los negocios o propiedades de los «huidos», se superó inmediatamente con la etapa inicial de la colectivización, ya que fue con esas propiedades con las que se formó lo que podríamos llamar el capital inicial en bienes raíces de la nueva estructura social. Hubo una tentativa de «obligatoriedad» para con los pequeños propietarios de tierras, para que forzosamente ingresaran en la colectividad. Tentativa que no fue apoyada por «los fusiles de la milicia» y que por lo mismo no prosperó. Tal vez en eso influyó mucho el romanticismo idealista del libre acuerdo y, por esa misma razón, la «autoridad» del mando de las milicias de la Segunda Columna, se volcó del lado de la minoría. Pero, revolucionariamente, y también por razones de prosperidad de la nueva economía revolucionaria, no se podía dejar de lado esta cuestión. Por escrúpulos, no podíamos resolverla por la fuerza impositiva, pero la resolvimos por la fuerza de la necesidad. Veremos cómo. La base inicial de lo que podríamos llamar el «banco agrícola» nos la proporcionó la cantidad cobrada al Gobierno por el azúcar vendido. Además, se contaba con oro en polvo (azúcar) y con oro en pepitas (trigo); con un poco de cada cosa, la Segunda Columna realizó una operación comercial con las casas colectivizadas o socializadas de Barcelona, que disponían de abonos orgánicos para la tierra. Se compró un número bastante importante de toneladas de abono y trocaron de esta manera. Se pasó una nota al Comité Regional de Aragón (CNT) para que hiciese una lista de las colectividades y éstas presentasen sus necesidades de abonos y fertilizantes a la comandancia general de la columna en Caspe. Al mismo tiempo se aclaraba que estos abonos se entregarían sin desembolso previo, es decir, que serían pagados más tarde y de acuerdo al monto de la cosecha.
Por aquellos días, se promulgó una nueva orden de intervención de la «autoridad» de las milicias en la libre determinación de las colectividades. Señalo esto como punto de partida para un estudio crítico sobre los conflictos ideológicos que estas intervenciones de las fuerzas milicianas foráneas representaban en la dirección de la vida política y económica de un pueblo al que se deseaba ver libre en su propia fisonomía, y que, por circunstancias, había que poner un tanto bajo tutela. Dicha disposición decía así más o menos: «Ante el crecimiento constante y la pululación permanente de compradores y negociantes que de otras zonas vienen a buscar los productos de las colectividades de esta parte de Aragón, puesta bajo mi responsabilidad, y a fin de defender los intereses locales de la avaricia y el agio, el Delegado General de las Columnas Sur del Ebro, dispone lo siguiente: las colectividades son libres, individual o colectivamente por comarcas, de tratar la venta de sus productos y comerciar con los mismos, como ellas lo entendieren. Toda venta o transacción comercial necesitará del visto y bueno o aprobación de mi puño y letra, para poder circular fuera del territorio jurisdiccional de las Columnas. Toda mercancía o producto que se intente sacar sin esa autorización será decomisada en los puestos de control». La razón de esta intervención, la explicaremos y se comprenderá de inmediato. El estallido del 19 de julio había barrido todos los estamentos y todas las antiguas formas de relación comercial entre las zonas industriales y agrícolas. El rimum vivere cobraba importancia capital en todas partes, y los encargados o responsables del abastecimiento de cada localidad se las arreglaban para llevar a su pueblo, colectividad o comarca, el mínimo indispensable, o a veces cuanto más mejor. Así, llegaban diariamente a Aragón, viajeros con grandes maletas llenas de billetes dispuestos a comprar todo el trigo, jamones o corderos que pudiesen. Para los campesinos era una tentación ver tanto billete –la mayoría de las veces nuevos–, ya que nunca habían visto el dinero en tanta abundancia. Llegaban de Cataluña, Castellón, Valencia y Madrid. De no haber intervenido en ello, pronto Aragón se hubiera encontrado sin reservas, pero con grandes cantidades de papel de banco. La reacción de crítica contra esta medida intervencionista no vino de parte de las colectividades aragonesas, sino de los Comités de otras zonas. Es en ese momento en que se empieza a llamar al «jefe» de las milicias como el sobrenombre de «dictador de Aragón». Más tarde, el Consejo de Aragón, sería fuertemente criticado y calumniado por esta misma norma de actuación.
Ortiz. General sin dios ni amo. J.M. Marquez – J.J. Gallardo
Recuerdo que una vez un representante de la comunidad de Igualada, en Cataluña, fue obligado –por las circunstancias de esa disposición– a hacer un viaje de regreso desde Híjar a Caspe. Por mala suerte para él, yo no me encontraba en Caspe en aquellos momentos y tuvo que esperarme hasta la noche. Esto le puso de mal humor, ya que él contaba con efectuar su cometido el mismo día. Traía dos maletas grandes llenas de billetes, que abrió al empezar a hablar para demostrarme con ello su disposición a pagar en dinero contante. Fue algo de risa la cara que puso cuando le dije que todo aquel papel no valía para nada en aquella transacción y que podría llevárselo para empapelar el salón de sesiones del ayuntamiento de Igualada. Establecimos una lista de productos que debían enviamos a cambio del trigo, de acuerdo con las necesidades más perentorias de Aragón. Vino luego el fijar los precios de aquellos productos y el igualadino empezó a fijar precios y yo a anotarlos. Los precios que señalaba ya estaban aumentados por la inflación. Yo no decía nada.
—Bueno —le dije al final—, estamos de acuerdo y para esta expedición podrás llevarte 20 toneladas de trigo. Antes de que se os termine, ya se hará otra operación, pero, este trigo vale a 10 pesetas el kilo.
Pegó un salto con los brazos en alto que casi llegó al techo.
—iPero hombre de Dios —exclamó al fin— a qué precio tendríamos que vender el pan!
—Eso es cosa vuestra —le respondí—. Si tú me pones lo tuyo a precios altos, yo te pongo el trigo al mismo nivel.
Terminamos por entendemos y la transición se hizo sobre la base de los precios antiguos. Al día siguiente, y previa firma del contrato, unos camiones de la columna llevaban el trigo a Igualada y ellos fueron mandando después los productos acordados.
Con la Comisión de abastos de Castellón, también se empleó el mismo sistema, y Castellón fue el principal proveedor de lo que volvía locos a los campesinos cuando escaseaba: iel tabaco! Así empezaron los depósitos comunes de las colectividades. Es decir, que se volvió a la intromisión de una autoridad externa a las colectividades, para encauzar su vida económica, y se coartó su voluntad particular en aras de un mejor y más barato desenvolvimiento de los intereses colectivos. Empero, tratándose de militantes de la misma organización sindical y con los mismos objetivos, aunque hubiese diferencias en los caminos a seguir, las trabas puestas a la absoluta libertad de las colectividades, no podían estar reñidas con la vida de las mismas, sino complementarse. Se crearon depósitos de fertilizantes y de mercaderías, y así se disponía de lo que podríamos llamar «un banco de crédito agrícola», pero sin una disposición legal y sin la formación del mismo. Veamos su desenvolvimiento.
Las colectividades presentaban el número de sus adheridos y sus necesidades. El procedimiento era simple en extremo. Se llenaba una planilla detallada con cuatro copias de lo que se entregaba para el consumo de la colectividad, que firmaban tres miembros de ésta, y los camiones de las milicias transportaban las mercaderías a destino. De estas cuatro copias, se mandaba una a la Generalitat, otra al comité de la CNT de Cataluña –estas dos copias servían para salvaguardar la responsabilidad de las milicias de cara a las fluctuaciones políticas en el exterior de Aragón–, otra de las copias pasaba a la contabilidad de la fábrica de azúcar y la última se entregaba a la colectividad para su contabilidad. La forma de pago estaba estipulada para el momento de la recolección de la cosecha. Estas facilidades no las tenían los agricultores que habían preferido explotar sus campos por cuenta propia. El tiempo necesario y las dificultades para encontrar lo necesario para cubrir sus necesidades, encarecían notablemente la vida de los independientes; esto, unido a la imposibilidad de encontrar brazos alquilables para sus trabajos, les obligaba a solicitar su ingreso en la colectividad y así, sin imposición por la fuerza, los independientes engrosaban las filas colectivistas. La «no imposición de fuerza» es un decir, ideológicamente estábamos en pugna con nuestros principios, ya que la coacción de una necesidad económica, representa una traba al libre desenvolvimiento del individuo y una dictadura de la necesidad. Esta definición podemos hacerla desde el ángulo, muy particular, del acratismo puro.
En las primeras semanas de la revolución y de la lucha en los campos de Aragón, las milicias vivieron sobre el terreno. Esto ocasionó un diezmo terrible sobre la riqueza pecuaria de la zona, ya que se estropeaba más carne de la que verdaderamente se consumía. Al mismo tiempo, los propietarios de rebaños, quienes en su mayoría se pasaron a los facciosos, arrearon sus ganados a la otra zona, más allá de Belchite. Se dictó una disposición prohibiendo la matanza de reses y, en forma especial, de vientres. Al mismo tiempo, los guerrilleros espiaron los movimientos del ganado «faccioso» y una noche en que lo habían recogido en unas parideras cerca de la Puebla de Albortón, a unos 15 kilómetros de las líneas, unos grupos de milicianos hicieron una razzia a todo el ganado arreándolo a territorio leal y «liberándolo», así se recuperaron unas cuatro mil cabezas de ganado, entre corderos, cabras y vacas. Esta fue la base de la riqueza pecuaria en la zona sur del Ebro. Se concentró el ganado en una zona de buenos pastos y se puso como responsable del mismo a un pastor, cuyo nombre no recuerdo en estos momentos, quien no sabía leer ni escribir, pero que tenía una cabeza para contar el ganado y una memoria para conocer cara por cara de cordero, que ni un cerebro electrónico. Esto unido a un gran sentido de responsabilidad y grandes conocimientos de los animales, hizo que en pocos meses, y a pesar del consumo, esta reserva subiese a más de diez mil cabezas. Y esto se hacía sin bombo ni platillos. Sin darle mayor importancia. Intuitivamente y como la consecuencia natural realizadora de viejas aspiraciones, de ancestral hambre de tierra y libertad. Y, por lo mismo, la puesta en práctica de nuevas normas de vida, que si eran nuevas en aquellos momentos, venían incubándose de muchos años atrás, se desarrollaba como cosa natural en beneficio y defensa de la colectividad. Esta misma idea de colectividad y su concepción particular, o particularista, se ampliaba más y más para llegar a abarcar el conjunto de la comarca y aún más allá.
No podían faltar tampoco en esos momentos de ensayo libertario las discrepancias por diversas formas de interpretación política de la vida, máxime si se tiene en cuenta que, a pesar de que la dirección sindical y también, digamos, «gubernamental» era libertaria y que, tal vez por eso mismo, impedía moralmente la imposición de normas estrictas, dejando un amplio margen al libre albedrío, hacía que, en ciertas zonas o pueblos, la influencia de los republicanos, de los socialistas e incluso de algunos comunistas enquistados en los comités locales, como sucedió en Caspe, sede del Consejo y anteriormente de la Columna, esta diversidad, hacía, repetimos, que la organización comunal tuviese formas distintas. Empero, en todas partes era la comunidad, la colectividad en sí lo que primaba por encima de todo.
Hemos hablado de ensayo libertario y, en realidad, las realizaciones colectivistas de Aragón no pasaron de ser eso, un ensayo. Ensayo que, desgraciadamente, tuvo un corto tiempo de vida, que no permitió ampliar, pulir, planificar y mejorar la organización de una nueva forma de vida política, económica y social. Sin embargo, el ensayo de Aragón, fue la convulsión más profunda en el concepto social y agrario de España y sus repercusiones han tenido ya seguidores en otras zonas y otros países y que, al correr del tiempo, y del estudio de este hecho social, los tendrá mucho más. Y es de esperar que sea en Aragón mismo, o donde cuaje en definitiva esta aspiración del hombre del campo. Y esto, por su doble aspecto de personalidad regional y también por su ancestro comunalista y agrario.
Publicado en Polémica, n.º 77, junio 2002